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Liga del Foro

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  1. XI El sol estaba en su zenit, su luz únicamente interrumpida por un grupo de aves carroñeras que sobrevolaban el lugar en círculos, tapando breve e insignificantemente la luz que emitía el astro. Abajo, Ethmund y su venerable acompañante caminaban por el centro de la aldea con más pena que gloria. A su alrededor se apilaban los escombros, rodeando a aquellos cuya vida se había llevado el ataque. Uno fugaz, perpetrado en casi un abrir y cerrar de ojos, o eso les había largado uno de los pocos supervivientes. Sin tiempo de reaccionar, como un vendaval, que aun cuando h
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  2. X Se retiró el sudor de la frente y miró alrededor mientras retomaba el aire. El hazadón pesaba en su mano tanto o más que una espada, pero era muy distinto. Bajó la mirada a la zanja que estaba cavando y sonrió para si mismo. Era trabajo honesto, simple, que no implicaba herir a nadie por el camino ni correr riesgos inecesarios. Era un trabajo que no había conocido nunca y que ahora apreciaba más de lo que se imaginaba Por primera vez se sentía realmente libre, más de lo que fue incluso cuando recorría las calles de la ciudad. Nadie le había empujado allí. Habían pasado
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  3. IX Las caravanas de desplazados se extendían por toda la campiña, al otro lado del bosque. Los carromatos, cargados con enseres y bienes preciados de todos los tipos, seguían senderos recién abiertos entre las hierbas altas. Una procesión cuyo final la vista no alcanzaba a diferenciar. Venían del sur del Reino, con la esperanza de que las criaturas orcas no alcanzasen la tierra a la que ahora huían. Entre oportunistas que hacían lo posible por vender los pocos bienes que llevaban consigo y familias enteras que lo habían perdido todo, Ethmund pasaba desapercibido. No había soldad
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  4. I La lluvia golpeaba sin descanso las pavimentadas calles de la Ciudad Capital, centro neurálgico del Reino de Lordaeron. Formando finos torrentes entre los adoquines, el agua corría calle abajo hacia la boca de alcantarillado más cercana. Ningún paso entorpeció su avance, ni tampoco la rueda de un carro, la punta de un bastón o la pezuña de asno, penco o res. Nada ni nadie caminaba por aquellas grises calles. Allí sobre el primer desagüe en el que todos aquellos cauces iban a desaparecer los relucientes escarpes de una armadura de soldado eran todo cuanto pisaba la calle
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  5. VIII Los tañidos del campanario de la iglesia se escuchaban al frente, así como el jaleo habitual de cualquier aldea en las primeras horas de la mañana. Allí, al norte del Reino, parecía que la guerra no había llegado, y si lo había hecho, ya se había ido. Reculó tras de los matorrales y se volvió a sentar, postrando la espalda contra el tronco de un árbol. Se miró las manos, magulladas y sucias, un instante. Del suelo tomó un morral en el que había portado sus escasos recursos los últimos días. Ahora estaba vacío, y únicamente unas migas resecas se dejaban deslizar por
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  6. VII Los cielos tronaban en la lejanía pero eran audibles, a pesar del sonido de la lluvia caer a jarros. Los campos estaban empantanados y los ríos y arroyos de la zona, crecidos. Los caminos eran torrentes de barro que impedían ver hasta los ajados adoquines. Aun así la batalla se sucedió, quizás planeada para sacar beneficio incluso del temporal. La compañía no estaba preparada, ni uno solo de sus soldados. La gran horda de orcos se abalanzó sobre ellos desde la retaguardia. Los tomó a todos desprevenidos. Hubo una gran evasión, y el grueso de regulares se vio obligad
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  7. VI Ethmund dejó caer el filo de su espada sobre la tierra, húmeda, cayendo de rodillas tras del arma. Llovía, llovía aún como llevaba haciéndolo durante días. El agua limpiaba la tierra de la sangre derramada, dejando lugar para la que vendría al día siguiente. No había descanso y las escaramuzas se apilaban, una tras otra, sin dejar sitio a un respiro. Y los cadáveres, esos también se acumulaban. En el perímetro del campamento, decenas de pabellones de campaña militares se habían levantado para albergar a los caídos en batalla. De allí eran trasladados a Lordaeron, una
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  8. V Los primeros rayos de luz se colaron entre las grietas del tejadillo de madera. Ethmund se removió en el catre y acabó postrado de espaldas, mirando con ojos somnolientos esos detestables hijos del sol. Se llevó la mano al rostro mientras se desperezaba. Alguien fuera de allí hizo el toque de diana y a su alrededor los gruñidos de sus camaradas comenzaron a hacer rebosar el barracón de alegría mañanera. El trompeta repitió el toque de diana una segunda vez, logrando arrancar los primeros berridos de desagrado y amenazas de muerte de entre los soldados. Terminaba de
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  9. IV Había pasado ya un año desde que lo tomaran preso. Se había rapado su destellante pelo cobrizo hace unos días y este estaba comenzando a salir de nuevo. Una incipiente barba pelirroja comenzaba a surcar su rostro. El olor a algas y agua salada lo azotó en la cara. Ayudaba a Edgar a cargar un barril al interior de una de las goletas ancladas al puerto. En otro embarcadero, un descomunal navío con velas de Ventormenta no dejaba de descargar refugiados. La guerra había terminado en el sur, según había escuchado, y Ventormenta había caído en manos de aquellas criaturas ver
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  10. III Tenía las manos hinchadas, desde que entró en las mazmorras. Los grilletes raspaban fríamente sus muñecas y ya le habían provocado heridas que no dejaban de sangrar. No había nadie más que él en aquella lúgubre celda. Apenas unos haces de luz entraban por una pequeña ventana de barrotes, inalcanzable para alguien de su altura. Podía escuchar los pasos de los viandantes en la calle e incluso ver sus escarpines y botas entre los barrotes. Era un lugar extremadamente pequeño y hecho en piedra desgastada por el tiempo, probablemente una de las primeras mazmorras cons
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  11. II —¿Qué es lo que tanto miras, chico? La áspera voz de uno de aquellos hombres despertó a Ethmund de su análisis, observando uno a uno los carros que llegaban por el camino de Trabalomas, hacia la capital. —Cada vez llegan más —respondió el muchacho, devolviendo la mirada a aquellos ojos marrones cargados de rabia—. Y lo hacían. Como miembros de una triste procesión, el interminable goteo de sureños que llegaba a los campamentos improvisados a las puertas de Ciudad Capital, Lordaeron, parecía no tener fin. Desde hacía ya tres semanas, los exteriores de la mural
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