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Liga del Foro

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  1. VI Ethmund dejó caer el filo de su espada sobre la tierra, húmeda, cayendo de rodillas tras del arma. Llovía, llovía aún como llevaba haciéndolo durante días. El agua limpiaba la tierra de la sangre derramada, dejando lugar para la que vendría al día siguiente. No había descanso y las escaramuzas se apilaban, una tras otra, sin dejar sitio a un respiro. Y los cadáveres, esos también se acumulaban. En el perímetro del campamento, decenas de pabellones de campaña militares se habían levantado para albergar a los caídos en batalla. De allí eran trasladados a Lordaeron, una
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  2. I La lluvia golpeaba sin descanso las pavimentadas calles de la Ciudad Capital, centro neurálgico del Reino de Lordaeron. Formando finos torrentes entre los adoquines, el agua corría calle abajo hacia la boca de alcantarillado más cercana. Ningún paso entorpeció su avance, ni tampoco la rueda de un carro, la punta de un bastón o la pezuña de asno, penco o res. Nada ni nadie caminaba por aquellas grises calles. Allí sobre el primer desagüe en el que todos aquellos cauces iban a desaparecer los relucientes escarpes de una armadura de soldado eran todo cuanto pisaba la calle
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  3. Bienvenida nuevamente, no nos conocemos pero ya iremos quedando dentro del juego.
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  4. V Los primeros rayos de luz se colaron entre las grietas del tejadillo de madera. Ethmund se removió en el catre y acabó postrado de espaldas, mirando con ojos somnolientos esos detestables hijos del sol. Se llevó la mano al rostro mientras se desperezaba. Alguien fuera de allí hizo el toque de diana y a su alrededor los gruñidos de sus camaradas comenzaron a hacer rebosar el barracón de alegría mañanera. El trompeta repitió el toque de diana una segunda vez, logrando arrancar los primeros berridos de desagrado y amenazas de muerte de entre los soldados. Terminaba de
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  5. IV Había pasado ya un año desde que lo tomaran preso. Se había rapado su destellante pelo cobrizo hace unos días y este estaba comenzando a salir de nuevo. Una incipiente barba pelirroja comenzaba a surcar su rostro. El olor a algas y agua salada lo azotó en la cara. Ayudaba a Edgar a cargar un barril al interior de una de las goletas ancladas al puerto. En otro embarcadero, un descomunal navío con velas de Ventormenta no dejaba de descargar refugiados. La guerra había terminado en el sur, según había escuchado, y Ventormenta había caído en manos de aquellas criaturas ver
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  6. III Tenía las manos hinchadas, desde que entró en las mazmorras. Los grilletes raspaban fríamente sus muñecas y ya le habían provocado heridas que no dejaban de sangrar. No había nadie más que él en aquella lúgubre celda. Apenas unos haces de luz entraban por una pequeña ventana de barrotes, inalcanzable para alguien de su altura. Podía escuchar los pasos de los viandantes en la calle e incluso ver sus escarpines y botas entre los barrotes. Era un lugar extremadamente pequeño y hecho en piedra desgastada por el tiempo, probablemente una de las primeras mazmorras cons
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  7. II —¿Qué es lo que tanto miras, chico? La áspera voz de uno de aquellos hombres despertó a Ethmund de su análisis, observando uno a uno los carros que llegaban por el camino de Trabalomas, hacia la capital. —Cada vez llegan más —respondió el muchacho, devolviendo la mirada a aquellos ojos marrones cargados de rabia—. Y lo hacían. Como miembros de una triste procesión, el interminable goteo de sureños que llegaba a los campamentos improvisados a las puertas de Ciudad Capital, Lordaeron, parecía no tener fin. Desde hacía ya tres semanas, los exteriores de la mural
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